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El que no tenía absolutamente nada que perder y mucho que ganar.
Ese mismo plagado de jugadores que ven en el fútbol una forma pura de superación. Ese que recibió veinticuatro goles en contra y que no se sentó a llorar la derrota. Ese que entiende el juego como un eterno aprendizaje y un enfrentamiento de culturas. Ese grupo de mortales que sonríe ante lo que otros llamarían adversidad. Ese que pertenece a otro orbite futbolístico y sin embargo no se excusa en sus condiciones, sino las hace valer con su disposición. Ese que no se preocupa sino se ocupa. Ese que con un gol, ganó la Confederaciones.
Tahití recordó, o enseñó a varios, la verdadera esencia del fútbol más allá de la competencia. Respetó el compromiso, pero sobretodo, confirmó que aún existen personas que le sonríen al fútbol, aquellos que sueñan con cosas que la mayoría del mundo cataloga en lo trivial y en lo efímero.
“Obrigado Brasil”, se despidió el plebeyo, agradeciendo un todo.
Agradeciendo el respaldo de esos contagiados por su entusiasmo y su valentía. A sus rivales y su juego análogo, aún a sabiendas de sus limitaciones. A su propio país, a su cultura y a sus obstáculos. Al mundo por permitirse vivir el fútbol, por un momento, fuera de la eterna disputa por la supremacía, aunque a eso se dedique el juego. Agradeciendo su propia entrega.
Salió el domingo de la cancha del Arena Pernambuco de Recife un grupo de seres humanos que han utilizado la hermosa cara del fútbol para dejar huella en varios corazones y para poner a pensar unas cuantas cabezas.
Y como diría Fernando Palomo: “Gracias a ti”.